19 de enero de 2012

A Floro

Pienso en mi blog, en cómo empezarlo. No tengo prisa. Nadie me espera, o al menos como yo esperaría. Ya viene el metro. Me monto y una marea de prisa ajena me golpea. En el móvil la llamada de una compañía telefónica me insiste en la oportunidad excepcional que pierdo si no me decido antes de mañana. Les digo que no tengo prisa y parecen implosionar al otro lado. Me despido amablemente. Nadie alrededor oye mi conversación porque nadie escucha las palabras tranquilas. Hay un niño que me mira sosegadamente. Es muy pequeño para darse cuenta de que su tiempo es aun eterno, no como el de su madre que, con sus prisas y las del cole, no se ha percatado de que el pie del pequeño ha quedado atrapado en la puerta durante unas milésimas de segundo al entrar.  Nada trasciende porque el niño consigue liberar el pie sin que ella sea consciente, y sin que él mismo lo sea, porque a esa edad sólo se es consciente del peligro a través de los ojos de una madre. Sin embargo, ella nunca le mira cuando van en metro. Le da lecciones de vida y órdenes varias mientras mira a otras mujeres del vagón, en concreto siempre a una cuyo peinado le priva. El niño cree que esa señora es una amiga de mamá y que es a ella a quién le pide que se ate los cordones y que hay que lavarse los dientes después de las comidas. El niño no entiende nada porque la señora lleva botas de cremallera y sus dientes, siempre a la vista, no tienen restos de bocadillo... 

Entretanto, el tren se llena de nuevas prisas ajenas y me  protegen del soliloquio que la madre mantiene con pelos también ajenos. Retengo la imagen calmada del niño intentando descifar los porqués que le rodean cada mañana.  Noto los primeros síntomas de aplastamiento aunque la siguiente es mi parada y me bajo. Estoy ya en la superficie. No cruzo la calle, aunque podría, hasta que el semáforo me deja. No tengo prisa, nadie me espera, al menos como yo esperaría. Entro en la oficina con saludo amable, como todos los días desde hace más de medio siglo. El director me reclama. Entro en su despacho. Me pregunta a qué se debe mi minuto de retraso.  Me habla de la importancia de cumplir estrictamente con los horarios. Le miro sin rencor ni miedo y me lo imagino tenso en su cuarto de baño, haciendo sus necesidades con prisa y mal. Salgo de su despacho y me siento a trabajar. La cara del niño se me ha clavado en la retina y me acuerdo de las largas tardes de verano y del tiempo  -parado, eterno-  que ya sólo algunos gozamos en el cuarto de baño, … y, por supuesto, frente a un texto.

1 comentario:

  1. Bienvenido a la 'egoesfera'. Tienes razón en este post, las prisas nos distancian de todo lo importante y el ensimismamiento descontralado nos lleva al egocentrismo. No sabemos dónde se queda la empatía... Quizá en un niño o en la mirada o en un gesto de algún extraño.

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